El 6 de junio de 1976 Nueva York amaneció empapelada de carteles: “Hoy es el sexto día del sexto mes de mil novecientos setenta y seis”. Anuncios en radio y televisión profetizaban: “El fin del mundo está cerca”. El 666, el número que vaticina la llegada del Anticristo según el Apocalipsis de la Biblia, está escrito con letras de oro en los despachos de la Fox. La profecía amortizó su coste en un día y fue la tercera película más comercial de 1976 después de Alguien voló sobre el nido del cuco y Todos los hombres del presidente. Se calcula que ha amasado 400 millones de dólares tras explotarse en televisiones y DVD. Hoy se repite la cabalística cifra, y en plena fiebre de adaptaciones de clásicos terroríficos de los 70 -La matanza de Texas, Las dos vidas de Audrey Rose, Terror en Amityville-, Hollywood no podía dejar pasar la oportunidad. La moda del ocultismo y los signos milenaristas con barniz culterano -El código Da Vinci- sumaba boletos para que hoy se estrene en todo el mundo el remake del filme de Richard Donner, pionero en su día al invertir más en publicidad (15 millones de dólares) que en su rodaje (2,3 millones). La profecía surgió al calor del fenomenal éxito de El exorcista (1973), la primera cinta de un gran estudio con efectos gore. Ya en 1968, Roman Polanski había osado abordar la temática satánica en La semilla del diablo. También estableció la mitología negra inherente a cualquier filme con el demonio como protagonista: desde el accidentado rodaje en el edificio Dakota en Nueva York, donde John Lennon murió asesinado en 1980, al crimen ritual que acabó con la vida de la esposa embarazada del realizador, Sharon Tate, un año despues del estreno. Al igual que en El exorcista, el desasosiego de La profecía surgía de la presencia del Mal encarnado en un niño. El remake de John Moore sigue al pie de la letra la pesadilla del diplomático estadounidense destinado en Londres (Liev Schreiber sustituye a Gregory Peck), casado con una bella mujer que da a luz a un bebé muerto (Julia Stiles por Lee Remick). Sin que ella lo sepa, su marido acepta en el hospital la propuesta de un sacerdote: hacerse cargo de otro bebé cuya madre acaba de fallecer y educarle como si fuera suyo. El pequeño Damien forma parte de la galería de monstruos cinematográficos, capaz de ponerse histérico cuando pisa una iglesia y de asistir impertubable al suicidio de su niñera. En 1976, la Fox lanzó el bulo de que el pequeño Harvey Stephens se había comportado como un auténtico diablillo durante el rodaje. Maldición o no, lo cierto es que jamás volvió a trabajar en cine. Las tres secuelas protagonizadas por Damien prescindieron de él. Donde no intervenieron los publicistas fue en la inquietante colección de anécdotas trágicas sufridas por quienes participaron en La profecía. El técnico de efectos especiales John Richardson murió un viernes 13 de 1976 en un accidente de tráfico donde su ayudante resultó decapitada, igual que uno de los personajes del filme. Ocurrió en el kilómetro 66,6 de Ommen, EE UU (The Omen es el título original de La profecía). Un entrenador de tigres que trabajó en la escena del zoo acabó despedazado en pleno rodaje. El hotel londinense donde se alojaba el equipo quedó destrozado por una bomba del IRA. Un avioneta contratada para el rodaje y cedida a última hora se estrelló nada más despegar. Murieron todos sus ocupantes. A Gregory Peck jamás le compensó el 10 por ciento de beneficios en taquilla, el trabajo mejor pagado de su carrera: dos meses antes de que empezara el rodaje su hijo Jonathan se suicidó.
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